Desde hacía mucho tiempo que siempre pasaba de largo por
Montpellier, fuera en autocar o en coche. Esa gran ciudad del Midi, donde la vida universitaria y la vanguardista
se unen fraternalmente.
Mi familia de corazón, como dicen los franceses “famille du coeur”, querían que fuera a
verlos y visitar esa ciudad, un tanto misteriosa para mí. Finalmente me escapé
unos días antes de empezar la rutina del trabajo. Así que, después de muchos
años, volví a coger el autocar para ir a Francia. Me dirigí desde casa a la Estación del Norte
de Barcelona, y sin problemas llegué con tiempo suficiente para no correr. Después
de esperar dos horas a que llegara el bus, me fui al conductor para darle el
billete y me dijo:
-
Tiene que pasar por taquilla para que le den el numero…!vaya
corriendo que aquí la espero!
- ¿Número? ¿Qué número? –Respondí- ¡Si la taquilla estaba cerrada cuando llegué! ¡Mon Dieu!
Empecé a correr como una loca con la maleta cargada de
regalos – botellas de Anís del Mono de Badalona- , la mochila a tope y subiendo
las escaleras de dos en dos para no perder el dichoso bus. ¡Un viaje relajante
se convirtió ya en estresante!
Conseguí mi numero y subí al bus, pudiéndome sentar al
lado de la ventanilla para disfrutar del paisaje. Lo que no me esperaba, es que
la viajera de delante quisiera dormir. Me quedé como un sándwich cuando tiró
hacia atrás totalmente su asiento, ¡agghh!
Bueno, todo tiene arreglo, pensé, así que yo tuve que disfrutar del
paisaje en posición estirada y con el aire acondicionado a tope, viendo pasar
algún que otro pingüino por el pasillo. Cabe decir que sí que llevaba un
jersey… bien guardado en la maleta que se encontraba en el maletero del bus.
Después del viajecito de seis horas, llegué por fin a
Montpellier, donde me recogerían para ir a su casa y empezar la ruta por la ciudad. Subir tres pisos sin
ascensor con la maleta y la mochila a tope, no era justamente lo que yo había
pensado de hacer en un primer instante…
Mi primera visita fue Antigone
del arquitecto Ricardo Bofill. Una zona vanguardista, estilo la Défense de Paris, en pequeño. Arquitectura
señorial donde la haya, uniéndose la piedra dorada, las fuentes y los reflejos
de las cristaleras.
Siguiendo el camino que mis amigos habían organizado, atajamos para ir al centro
a través del centro comercial de la zona, y
llegamos a la Place de la Comédie,
centro neurálgico de la ciudad donde me perdí tomando fotos cual japonesa con
la cámara en mano.
Luego seguimos la ruta por callejuelas estrechas, de
piedras irregulares en el arcén, en el cual recibías un masaje de reflexología
podal gratuito, sobretodo llevando sandalias. Cruzamos plazoletas, viejas
casas, iglesias, conventos, terrazas donde tomaban la péro para finalmente perdernos por ese laberinto de calles donde
artesanos y artistas tienen sus ateliers.
Por fin paramos en un antro asiático. Parecía como si
hubiera entrado en un cómic Manga, con esos gatitos de ojos grandes pintados en
las paredes y el techo, con música pop china de fondo y nosotros, los únicos
europeos del lugar. Parecía que estuviéramos en una película: Lost in
Montpellier. Pero valió la pena descubrir ese lugar, pues por primera vez tomé
un té frio con bolitas de gelatina rellenas de zumo de lichi y fruta de la
pasión que explotaban en la boca como una fuente de gustos variados.
Luego seguimos
callejeando por jardines, viendo el acueducto de Saint Clément, los tranvías coloridos, el Arco de Triunfo diminuto,
el carrousel, etc. Y ya de vuelta
para su casa y con la tarjeta llena de capturas tomadas en unas pocas horas, me
volví a reencontrar con el resto de mi familia de corazón.